miércoles, 7 de abril de 2010

El sismo de 1985: un duro aprendizaje


A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
Fragmentos del Poema Elegía
de Miguel Hernandez





Soy profesor en la Facultad de Psicología de la UMSNH. Casi todos mis alumnos son menores de 24 años, es decir; nacieron después de los sismos de 1985; los más jóvenes ni siquiera saben que hubo un terremoto en México y muy pocos pueden imaginar el dolor y la tristeza que se vivió en esos días. Es por eso que decidí contar esta historia, porque creo que todo ese dolor y toda esa muerte no pueden ser en vano.

El 19 de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana, varias ciudades de nuestro país fueron sacudidas durante más de dos minutos por un fuerte terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter. La Ciudad de México fue la más perjudicada, ya que fallecieron entre 7 y 10 mil personas, según las cifras oficiales, aunque hay otras fuentes que aseguran que se rebasaron los 40 mil muertos.

Yo tenía 16 años en ese entonces y era un adolescente rebelde y engreído, como muchos de nuestros jóvenes actuales. Solía discutir con mis padres con frecuencia. Ese día, muy temprano, mi padre entró a mi cuarto para despertarme, como siempre lo hacía. El salía a trabajar como a las 6:00 de la mañana, porque le gustaba evitar el tráfico. Yo entraba a la preparatoria a las 7:00 de la mañana. Pero ese día me extrañó que además de despedirse, me sacudiera cariñosamente la cabeza con la mano y me dijera: “por favor, pórtate bien”; yo sólo le dije que sí sin abrir los ojos, mientras acomodaba la cabeza en la almohada para dormirme otro ratito.

Llegué a la escuela como siempre, entré a mi salón temprano, porque recuerdo que el maestro no dejaba entrar a nadie después de las 7. Estaba en clase cuando de repente el edificio se sacudió en forma horrible; el maestro nos dijo que nos calmáramos y que no nos moviéramos, pero antes de que terminara de decir esas simples palabras, la mayoría ya íbamos corriendo a toda velocidad escaleras abajo. En el salón sólo quedó el maestro y como dos o tres alumnos.

Ese día se suspendieron las clases; un grupo de alumnos y yo aprovechamos para ir al deportivo a jugar un rato; después, cuando quise regresar a casa, ya no había camiones y caminé poco más de una hora, desde el centro de Xochimilco hasta el centro de Tlalpan. En el camino ví a muchas personas llorando; les pregunté qué era lo que sucedía y alguien me contestó: -“¿no te enteraste, la Ciudad de México ya no existe?” Asustado, me fui corriendo a mi casa, pues mi padre trabajaba en el centro de la ciudad. Cuando llegué todo estaba en silencio, mis hermanas lloraban y mi madre me dijo: -“te estábamos esperando, a tu papá no lo encuentran en su trabajo… tenemos que ir a buscarlo”; temiendo lo peor, salimos inmediatamente en su búsqueda. Eran como las 11 de la mañana.

Conforme fuimos avanzando hacia el centro, se presentaba ante nuestros ojos un espectáculo dantesco: gente llorando, policías y ambulancias por todas partes, edificios en ruinas y mucha, mucha tristeza. El edificio donde trabajaba mi padre se había caído. Casi todos los empleados entraban a su jornada a las 8 de la mañana y fueron llegando o reportándose al trabajo poco a poco. El único que no aparecía era mi padre.

Ese día fallecieron miles de personas y otras tantas se encontraban atrapadas vivas entre los escombros, por lo que obviamente no era yo el único que estaba sufriendo, ni había tiempo para lágrimas. El tiempo lo debíamos dedicar a escarbar, a mover escombros con nuestras propias manos, piedra tras piedra hasta que alguien diera señales de vida.

Con el paso de los días nos acostumbrarnos al dolor de manos y al olor a muerte. Fui testigo de cómo en otros edificios vecinos desenterraban a personas heridas o mutiladas, pero vivas, incluso cuando ya era difícil o casi imposible encontrar a alguien con vida; eso me daba ánimos para seguir buscando y removiendo escombros. La gente me decía: -“Tu padre es un hombre fuerte de 40 años, es joven y, si está vivo, podrá resistir hasta que lo encontremos”, por lo que seguíamos buscando día y noche sin descanso. A mi padre lo encontramos 40 días después del sismo; estaba en los primeros pisos del edificio en ruinas, debajo de un escritorio, en posición fetal, en completo estado de descomposición.

Tal vez sea porque ahora tengo la edad que tenía mi padre cuando murió, y que además cuento con una hermosa familia a la que amo, por lo que estoy muy preocupado de que las nuevas generaciones piensen que no pasó nada y sigamos tan desprevenidos como siempre. Me pregunto: ¿cuántos de nosotros contamos con un plan familiar de protección civil? ¿Cuántos estamos conscientes de la necesidad de hacer simulacros y de saber cómo actuar en caso de desastre?

Sin duda estamos mejor preparados que en 1985, pero lamentablemente el país no es el mismo de ese entonces, hemos crecido mucho y desordenadamente, por lo que no basta estar preparados para enfrentar un sismo como el que sufrimos en aquel año, en una ciudad como la de 1985 que dista mucho de parecerse a la actual.

No le deseo a nadie pasar por lo que vivimos los que perdimos familiares en el terremoto de 1985. Es horrible tener que quitar escombros para buscar lo que más se ama. No debemos seguir el horizonte de nuestra vida sin aprender de la experiencia. No podemos, no debemos seguir viviendo como si nada hubiera ocurrido en la catástrofe humana y existencial que significó aquel terremoto.

Lo fácil sería refugiarnos en la lectura autocomplaciente de que no pasó nada en aquel septiembre de polvo y ruinas de 1985, cuando la ciudad se nos vino abajo y el crujir de la realidad nos instaló, de pronto, en un trance de madurez que desconocíamos. Lo cómodo y sencillo sería borrar en un instante lo que nos atormenta desde los clavos punzantes de la memoria. Pero no es posible, porque cada uno somos la suma de nuestros recuerdos.

No nos pueden tomar de nuevo desprevenidos, las nuevas generaciones deben saber que hacer, los edificios deben ser más seguros y la sociedad civil más organizada, no podemos seguir como si nada hubiera pasado, porque sino paso nada, entonces ¿por qué mi padre no regreso a casa? Sino paso nada ¿por qué me siento tan triste desde hace 24 años? sino paso nada ¿por qué aún lo extraño tanto?

3 comentarios:

Bermúdez dijo...

Hola Carlos

Es un escrito muy ilustrativo que provocará en los lectores lo qu ete planteas, aún que no hayamos perdido un ser querido aquél 19 de septiémbre. Mi reconocimiento por compartir con el mundo.

Un abrazo

José Carlos Serrano Vargas dijo...

Muchas Gracias

Anónimo dijo...

Hola: Jamás había recapacitado en tanto sufrimiento de las personas que como tú perdieron un ser querido en aquel momento tan difícil y triste para el país. Así como tampoco había pensado en todo lo que hemos cambiado desde entonces, como sociedad, como personas; cada vez más indiferentes al dolor ajeno, más renuentes al dolor propio. Gracias. Te quiero mucho y te recuerdo con mucho afecto. Angeles